Es un día normal, estás haciendo tus actividades habituales,
compartiendo con tus familiares y amigos, cuidando de tus hijos, y de
manera repentina te haces consciente de algo “evidente”, pero
inevitable: un día morirás.
¿Cuál es la sensación que despierta al
darnos cuenta de esta realidad? ¿Miedo? ¿Frustración? ¿Tristeza? ¿Valor?
¿Confianza?
Muy seguramente, aquella sensación se ha originado de tu
percepción de cómo has vivido hasta este momento. Actualmente nos
encontramos en un mundo donde impera la prisa, la emoción, el ímpetu.
Nuestra
vida gira en torno a lo exprés, a lo inmediato, ya no estamos
acostumbrados a esperar y cuando las circunstancias nos exigen aguardar,
como sucedería en una fila del supermercado o del banco, nos enojamos o
buscamos estrategias para pasar rápidamente. Vivimos en una sociedad
donde llegar a la meta lo más pronto posible – y si es viable, sin
obstáculos – es el mayor logro del hombre. “El fin justifica los
medios”.
Ante todo este panorama, no entiendo por qué nos sigue
sorprendiendo encontrar personas que sienten un gran “vacío
existencial”. Personas que cuentan con un trabajo estable, con una
familia, sin grandes preocupaciones económicas. Personas que se quejan
de no tener tiempo durante la semana, pero cuando llega el domingo, se
quejan de no tener nada qué hacer, de estar aburridos. Hombres y mujeres
que parece que lo tienen “todo”, pero que al parecer, por dentro, no
tienen “nada”. Han cuidado de su cuerpo, se han esforzado por cultivar
su intelecto, pero han pasado por alto velar por su espíritu.
Para
la corriente existencialista, el ser humano está conformado por el soma
(cuerpo), psique (mente) y logos (espíritu). Desde esta visión se abre
todo un nuevo panorama, una visión que permite ver al hombre desde
nuevos horizontes, tomando en cuenta la parte más eminentemente humana:
el espíritu. Esta perspectiva cambia completamente las bases en que se
fundamentan las distintas escuelas psicológicas, que en general tienen
una visión psicosomática, cognitiva y social del ser humano. La ausencia
de espiritualidad cercena lo más distintivo del hombre y éste queda
atado a los condicionamientos, ya sean biológicos, psicológicos o
socioeconómicos.
Logos, es decir, espíritu, no hace referencia a
una dimensión espiritual, que si bien forma parte, no la define por
completo. Logos es tomado en su acepción de “sentido”, es decir, la
dimensión del ser humano que es capaz de trascender, donde radica la
voluntad y la libertad. Sólo ésta es capaz de elevarse por encima de las
circunstancias, decidiendo libremente sobre las muchas situaciones y
eligiendo por propia voluntad, aquella que nos permite encontrarle un
sentido y actuando conforme a ella de manera responsable.
En la
naturaleza del hombre ha existido siempre y existirá hasta el fin de los
tiempos, la necesidad de preguntarse por el sentido de su vida. El algo
que llevamos de manera inherente. Y a pesar de que muchas corrientes
ideológicas intentan explicarlo con la biología, la genética, la
psicología, la filosofía, todos ellas caen en el error de reducir al ser
humano a alguna de éstas, y se olvidan que el ser humano en su unidad
es cuerpo, mente y espíritu.
Si el sentido es aquello que
buscamos, el sinsentido vendría a ser un agujero, un hueco en nuestra
vida que se hace presente de manera repentina. En cuanto lo sientes,
surge la necesidad de salir corriendo a “llenarlo”, porque al final de
cuentas, es una “necesidad”. Es por ello que intentamos llenar nuestros
vacíos existenciales con “cosas”, que de manera inmediata producirán
satisfacción: saturando nuestras vidas de placer, de lujos, de
comodidad; comiendo más allá de nuestras necesidades; teniendo sexo
promiscuo; o quizás volcándonos exclusivamente al trabajo (adicción al
trabajo, o workoholic); conformándonos con los acontecimientos; o llenar
nuestra vida de preocupaciones. Cualquiera que sea la forma de intentar
llenar esa sensación que produce un hueco en alguna parte de nosotros,
no lo logra. Por el contrario, la sensación se hace cada vez mayor, y
aquello con lo cual intentamos hacerlo desaparecer no es suficiente, por
lo que requieres de cada vez más y más. Y cuando parece no existir nada
que pueda alejarnos de este vacío, de alejar esta sensación, la muerte
empieza a ser una opción.
La búsqueda del ser humano por encontrar
un sentido de vida constituye una fuerza primaria. Dicho sentido es
único y específico para cada una de las personas, y corresponde a cada
uno encontrarlo. Más que preguntar “qué puedo esperar de la vida”, hay
que preguntarnos de manera personal: ¿qué espera la vida de mí? ¿Hay
algo que puedo hacer yo y nadie más que yo? ¿Existe algún proyecto que
desearía muchísimo realizar? ¿Acaso he dejado de hacer aquello que tanto
me apasionaba por causa de los “deberes” del mundo? ¿Puedo ser
testimonio de la libertad del ser humano al trasformar la tragedia, la
enfermedad, el fracaso en un logro personal? ¿Soy capaz de amar a
alguien?
“Sólo la muerte es lo que da sentido a la vida”, ya que
al darnos cuenta de nuestra existencia es breve, tendemos a encontrar la
manera de trascender, de dejar “huella”. Así que, a pesar de todos los
problemas con los que tengamos que enfrentarnos, la vida vale la pena
ser vivida, y más aún cuando el hombre pone en práctica la fuerza de
oposición del espíritu frente al destino. El sentido quizás cambie, pero
nunca faltará. En realidad, tan sólo existe un problema verdaderamente
serio, y es juzgar si la vida vale o no la pena ser vivida. Y la vida
vale la pena, porque hay razones, hay muchos motivos por los cuales
vivir, y esto es lo que le da sentido a la existencia humana.